Yo soy técnica ceramista, la semana pasada me dieron el papelito oficial que lo acredita, pero más allá del título la cosa es que me identifico con él. Yo no llegué a la cerámica desde el oficio de la família alfarera, ni desde el impulso artístico: yo soy técnica. No concibo las piezas para después buscar cómo llegar a ellas, ni tengo una voluntad de expresar, yo me encaro la pasta con una balanza en la mano y un cuaderno en la mesa; para mi la cerámica es un juego constante de ensayo y error, y más error, y más error… No me frustra en absoluto, por lo general me divierte; para mi las piezas son la excusa para seguir jugando. Pero claro, si pretendo vivir de esto me veo en la disyuntiva que, tarde o temprano, algo debo producir, algo tengo que vender, así que cada tanto algo debe concretarse. Y a veces… por fortuna, la magia se concreta.
Estas tazas las hice de más en un encargo que me hicieron. Quedaron en un estante, bizcochadas… y como no podía ser de otra manera, terminaron siendo víctimas de la alquimia.
Les puse un esmalte con bastante carbonato de cal y sulfato de cobre, dos sustancias inestables… Y no conforme con semejante apuesta, las pinté en sobrecubierta con un engobe… para ver qué pasa… Antes de entrar al horno ya se estaban escarchando. Igual las metí al horno eléctrico y cuando salieron comprobé dos cosas: la primera que sí se puede pintar con engobe arriba de un esmalte crudo; la segunda que, efectivamente dicho esmalte tiende a arrugarse.
Como no me gustaba el final de la partida decidí darle una vueltita más a la tuerca: ¿qué hacer con un esmalte rico en sulfato de cobre y todo arrugado: tirarlo a la basura o meterlo en una horneada reductora. Eh acá el resultado.